martes, 15 de marzo de 2016

El trabajo de Javier Liébana: zarpazos en el alma.



Resulta inevitable; la obra de Javier Liébana conmueve al espectador. El ojo no ha terminado de abarcar cada cuadro y el impacto se siente en el alma. Las oquedades en medio de la materia; la diversidad de tonos arrancados a esos colores oscuros; las hendiduras que se abren en medio de la superficie y los signos que, cual arcanos esperan ser interpretados para revelar sus secretos, dejan en el espíritu una profunda impresión. Nos enfrentamos a un trabajo riguroso cargado de espiritualidad que agita las sensaciones más profundas del ser humano. Una tenue melancolía abre paso a la intensa sensación de encontrarte ante el espejo donde se contemplan las huellas del tiempo.
  
La transformación de lo visible, tanto en el ser humano como en las sociedades, esconde siempre el verdadero cambio que se produce en el tránsito por la vida. Si las alegrías, pero sobre todo las penas, van surcando nuestros cuerpos de marcas, de trazos que configuran nuestra apariencia externa, también esa travesía vital marca nuestro ser interior. De igual manera los desgarros del tiempo son perceptibles en las sociedades. Esas grietas en los viejos edificios olvidados, esos jardines invadidos por la maleza, esa naturaleza devastada por el hombre que lo mismo tira una botella de plástico desde su coche que incendia un monte, movido por oscuros intereses o simple imprudencia, constituyen acciones que modelan una cara de lo aparente de la comunidad.  También la acción humana ejerce efectos positivos (similares a las alegrías individuales) que crean belleza o mejoran la vida del hombre, configurando así el otro lado de las apariencias sociales que enraízan directamente en lo más profundo de la organización social, como las reglas o los valores dominantes. Esa tensión entre lo que vemos, la apariencia, y lo que somos, la esencia, me parece deducirse de la obra de Liébana.

Conocí a Javier Liébana hace  años cuando era estudiante de empresariales en la Universidad Complutense. Era uno de mis alumnos en la asignatura de Economía Española. Recuerdo muy bien su concentración en lo que yo, con la vanidad del magisterio, interpretaba como interés por mis lecciones. Pronto descubrí que unos buenos dibujos eran la razón de su enfrascada dedicación. No logré inculcarle mucho interés por los asuntos de la ciencia económica, pero desde entonces comencé a seguirle en su trayectoria artística. Ha pasado el tiempo y, en esta exposición en la galería de Antonio de Suñer en Madrid, me he encontrado con un Javier que nos ofrece una obra austera, sincera y con un distintivo ya definitivamente personal.
La obra de Javier Liébana es pintura, pero tiene un fuerte contenido escultural. La materia parece salirse del soporte que la acoge adquiriendo connotaciones propias de la escultura. La riqueza de matices en los negros evoca de inmediato la tradición artística española de los maestros del Prado. Se percibe su aprendizaje de las horas pasadas en Grecia o en los museos frente a los grandes maestros. El espectador comprende que el artista ha volcado todo su ser en los cuadros; se sorprende ante ese enfoque tan personal que nos muestra en el tratamiento de los materiales. Partiendo de un signo, a veces repetido en varios cuadros, experimenta con la materia, busca las diferentes posibilidades que ésta le ofrece, modificando la apariencia inicial hasta llegar a la consumación final donde se encierra la esencia de cada obra.

Javier Liébana busca la implicación directa del espectador. No le interesan los contempladores pasivos; acaso ahí radique la razón por la cual no pone títulos a ninguno de sus cuadros. Piensa que, independientemente de lo acertado que fuera cada rótulo o del sentido que tuviera para él, este hecho estaría guiando a quienes se acercan a ver su trabajo, privándoles, al menos en parte, de la posibilidad de ser ellos mismos quienes establezcan el sentido de cada cuadro. No le interesa adoctrinar; él, como artista, tiene un objetivo definido: provocar emociones.

En el trabajo de Javier Liébana no hay concesiones a la modernidad. No busca adaptarse a las tendencias dominantes en el mercado del arte; él está concentrado en su línea de investigación, ajeno a las modas que podrían situarle en mejor posición dentro de la esfera artística española. No le va a resultar fácil adquirir el reconocimiento de los agentes que manejan la esfera artística, aunque inevitablemente llegará; sus cuadros aguantarán muy bien, sin duda alguna, el veredicto del tiempo.
 
Y, sin embargo, ¿por qué se vende tan poca pintura? No tengo información para juzgar el papel de los museos, de las galerías o de los críticos a la hora de establecer los criterios que configuran la oferta artística en España. Estos actores son básicamente quienes conceden el reconocimiento a un artista y con ello el valor de sus  cotizaciones. Desde el punto de vista de la demanda, en un caso como la pintura de Javier Liébana con precios muy asequibles, me pregunto por qué la clase media, no los coleccionistas que buscan inversiones rentables y se mueven por razones especulativas, no adquieren arte contemporáneo. Bien es cierto que la  situación económica de España no es la óptima. Según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas  más de la mitad de los ciudadanos españoles responden que la economía está mal y que irá empeorando a lo largo del año.

Ahora bien, no creo que sean los factores económicos los más relevantes a la hora de explicar el escaso interés de la clase media española por el arte. Aunque se trate de un análisis sociológico micro, basta pasearse por barrios de clase media o clase media alta de cualquier ciudad española para comprobar la alta gama de los coches del parque automovilístico, por no hablar del equipamiento de sus viviendas en términos de mobiliario,  aparatos electrónicos o su demanda de viajes a destinos exóticos. Y, sin embargo la pintura contemporánea no está entre sus intereses. Aunque no pueda establecerse una correlación exacta entre la pertenencia a una clase social y el nivel de estudios alcanzado, los datos del cuadro adjunto (según la última publicación del CIS) ponen de relieve que, en la España actual la movilidad social no está relacionada directamente con los conocimientos adquiridos mediante los estudios académicos. Ya lo he dicho otras veces, en nuestro país la meritocracia no funciona.                                                  

Estatus socioeconómico
%
Nivel de estudios
   %
Clase media/media alta
18,0
Estudios superiores
20,3
Nuevas clases medias
22,5
Formación Profesional
17,2
Viejas clases medias
13,6
Estudios secundarios
38,0
Obreros cualificados
29,2
Estudios primarios
17,2
Obreros no cualificados
13,6
Sin estudios
6,7
No consta
3,1
No sabe/no contesta
0,2

 

 

 

 

Fuente: Centro Investigaciones Sociológicas, CIS. Febrero 2016.

En conclusión, y seguramente pueda ser muy discutido, la consideración social del arte, y más en concreto de la pintura contemporánea, está directamente relacionada con el nivel cultural de la sociedad y, muy especialmente, con la escala de valores de las élites dirigentes cuyo comportamiento tiende a ser imitado por los estratos medios e inferiores. En mi opinión, la clase dirigente española no muestra una preferencia por los bienes artísticos, más allá de lo que suponga una inversión especulativa y la capacidad económica de las clases medias es muy superior a su formación, por lo tanto el arte no está entre las preferencias de los compradores españoles. Y, por ello resulta sorprendente que mientras se consume arte como producto básico en el turismo y se asiste al espectáculo de museos llenos de gente, la mayoría de esas personas no haya adquirido nunca una obra de arte para su disfrute personal.

Metida en este camino en el que no encuentro fácil salida, retomo el hilo de la obra de Liébana y dirijo mis pasos hacia una frase de Ingres que figura en la exposición que le dedica el museo del Prado: “para plasmar lo bello, no veáis más que lo sublime, no miréis ni a derecha ni a izquierda y mucho menos hacia abajo. Levantad la cabeza hacia el cielo”. Creo que Javier Liébana está mirando hacia las estrellas y por ello no es de extrañar que sus obras nos arañen el alma.