Resulta inevitable; la obra de
Javier Liébana conmueve al espectador. El
ojo no ha terminado de abarcar cada cuadro y el impacto se siente en el alma.
Las oquedades en medio de la materia; la diversidad de tonos arrancados a esos
colores oscuros; las hendiduras que se abren en medio de la superficie y los
signos que, cual arcanos esperan ser interpretados para revelar sus secretos,
dejan en el espíritu una profunda impresión. Nos enfrentamos a un trabajo riguroso
cargado de espiritualidad que agita las sensaciones más profundas del ser
humano. Una tenue melancolía abre paso a la intensa sensación de encontrarte
ante el espejo donde se contemplan las huellas del tiempo.
La transformación de lo visible,
tanto en el ser humano como en las sociedades, esconde siempre el verdadero
cambio que se produce en el tránsito por la vida. Si las alegrías, pero sobre
todo las penas, van surcando nuestros cuerpos de marcas, de trazos que
configuran nuestra apariencia externa, también esa travesía vital marca nuestro
ser interior. De igual manera los desgarros del tiempo son perceptibles en las
sociedades. Esas grietas en los viejos edificios olvidados, esos jardines
invadidos por la maleza, esa naturaleza devastada por el hombre que lo mismo
tira una botella de plástico desde su coche que incendia un monte, movido por
oscuros intereses o simple imprudencia, constituyen acciones que modelan una
cara de lo aparente de la comunidad.
También la acción humana ejerce efectos positivos (similares a las
alegrías individuales) que crean belleza o mejoran la vida del hombre,
configurando así el otro lado de las apariencias sociales que enraízan
directamente en lo más profundo de la organización social, como las reglas o
los valores dominantes. Esa tensión entre lo que vemos, la apariencia, y lo que
somos, la esencia, me parece deducirse de la obra de Liébana.
Conocí a Javier Liébana hace años cuando era estudiante de empresariales
en la Universidad Complutense. Era uno de mis alumnos en la asignatura de
Economía Española. Recuerdo muy bien su concentración en lo que yo, con la
vanidad del magisterio, interpretaba como interés por mis lecciones. Pronto
descubrí que unos buenos dibujos eran la razón de su enfrascada dedicación. No
logré inculcarle mucho interés por los asuntos de la ciencia económica, pero
desde entonces comencé a seguirle en su trayectoria artística. Ha pasado el
tiempo y, en esta exposición en la galería de Antonio de Suñer en Madrid, me he
encontrado con un Javier que nos ofrece una obra austera, sincera y con un
distintivo ya definitivamente personal.
La obra de Javier Liébana es
pintura, pero tiene un fuerte contenido escultural. La materia parece salirse
del soporte que la acoge adquiriendo connotaciones propias de la escultura. La
riqueza de matices en los negros evoca de inmediato la tradición artística
española de los maestros del Prado. Se percibe su aprendizaje de las horas
pasadas en Grecia o en los museos frente a los grandes maestros. El espectador
comprende que el artista ha volcado todo su ser en los cuadros; se sorprende
ante ese enfoque tan personal que nos muestra en el tratamiento de los
materiales. Partiendo de un signo, a veces repetido en varios cuadros,
experimenta con la materia, busca las diferentes posibilidades que ésta le
ofrece, modificando la apariencia inicial hasta llegar a la consumación final
donde se encierra la esencia de cada obra.
Javier Liébana busca la implicación
directa del espectador. No le interesan los contempladores pasivos; acaso ahí radique
la razón por la cual no pone títulos a ninguno de sus cuadros. Piensa que,
independientemente de lo acertado que fuera cada rótulo o del sentido que
tuviera para él, este hecho estaría guiando a quienes se acercan a ver su
trabajo, privándoles, al menos en parte, de la posibilidad de ser ellos mismos
quienes establezcan el sentido de cada cuadro. No le interesa adoctrinar; él,
como artista, tiene un objetivo definido: provocar emociones.
En el trabajo de Javier Liébana
no hay concesiones a la modernidad. No busca adaptarse a las tendencias dominantes
en el mercado del arte; él está concentrado en su línea de investigación, ajeno
a las modas que podrían situarle en mejor posición dentro de la esfera
artística española. No le va a resultar fácil adquirir el reconocimiento de los
agentes que manejan la esfera artística, aunque inevitablemente llegará; sus
cuadros aguantarán muy bien, sin duda alguna, el veredicto del tiempo.
Y, sin embargo, ¿por qué se vende
tan poca pintura? No tengo información para juzgar el papel de los museos, de las
galerías o de los críticos a la hora de establecer los criterios que configuran
la oferta artística en España. Estos actores son básicamente quienes conceden
el reconocimiento a un artista y con ello el valor de sus cotizaciones. Desde el punto de vista de la
demanda, en un caso como la pintura de Javier Liébana con precios muy
asequibles, me pregunto por qué la clase media, no los coleccionistas que
buscan inversiones rentables y se mueven por razones especulativas, no
adquieren arte contemporáneo. Bien es cierto que la situación económica de España no es la óptima.
Según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas más de la mitad de los ciudadanos españoles
responden que la economía está mal y que irá empeorando a lo largo del año.
Ahora bien, no creo que sean los
factores económicos los más relevantes a la hora de explicar el escaso interés
de la clase media española por el arte. Aunque se trate de un análisis sociológico
micro, basta pasearse por barrios de clase media o clase media alta de
cualquier ciudad española para comprobar la alta gama de los coches del parque
automovilístico, por no hablar del equipamiento de sus viviendas en términos de
mobiliario, aparatos electrónicos o su
demanda de viajes a destinos exóticos. Y, sin embargo la pintura contemporánea
no está entre sus intereses. Aunque no pueda establecerse una correlación
exacta entre la pertenencia a una clase social y el nivel de estudios
alcanzado, los datos del cuadro adjunto (según la última publicación del CIS)
ponen de relieve que, en la España actual la movilidad social no está
relacionada directamente con los conocimientos adquiridos mediante los estudios
académicos. Ya lo he dicho otras veces, en nuestro país la meritocracia no
funciona.
Estatus socioeconómico
|
%
|
Nivel de estudios
|
%
|
Clase media/media alta
|
18,0
|
Estudios superiores
|
20,3
|
Nuevas clases medias
|
22,5
|
Formación Profesional
|
17,2
|
Viejas clases medias
|
13,6
|
Estudios secundarios
|
38,0
|
Obreros cualificados
|
29,2
|
Estudios primarios
|
17,2
|
Obreros no cualificados
|
13,6
|
Sin estudios
|
6,7
|
No consta
|
3,1
|
No sabe/no contesta
|
0,2
|
Fuente: Centro Investigaciones Sociológicas, CIS. Febrero 2016.
En conclusión, y seguramente
pueda ser muy discutido, la consideración social del arte, y más en concreto de
la pintura contemporánea, está directamente relacionada con el nivel cultural
de la sociedad y, muy especialmente, con la escala de valores de las élites
dirigentes cuyo comportamiento tiende a ser imitado por los estratos medios e
inferiores. En mi opinión, la clase dirigente española no muestra una
preferencia por los bienes artísticos, más allá de lo que suponga una inversión
especulativa y la capacidad económica de las clases medias es muy superior a su
formación, por lo tanto el arte no está entre las preferencias de los
compradores españoles. Y, por ello resulta sorprendente que mientras se consume
arte como producto básico en el turismo y se asiste al espectáculo de museos
llenos de gente, la mayoría de esas personas no haya adquirido nunca una obra
de arte para su disfrute personal.
Metida en este camino en el que
no encuentro fácil salida, retomo el hilo de la obra de Liébana y dirijo mis pasos hacia una frase de Ingres que figura en la exposición que le dedica el
museo del Prado: “para plasmar lo bello,
no veáis más que lo sublime, no miréis ni a derecha ni a izquierda y mucho
menos hacia abajo. Levantad la cabeza hacia el cielo”. Creo que Javier
Liébana está mirando hacia las estrellas y por ello no es de
extrañar que sus obras nos arañen el alma.