viernes, 27 de julio de 2018

Verano en el museo del Prado


 

El calor era intenso esa tarde de julio. El sol caía implacable sobre las personas que, pacientemente, esperábamos nuestro turno para entrar al museo. La mayoría eran extranjeros, pero todos, en definitiva, turistas ávidos de disfrutar con las obras de arte atesoradas en el recinto sagrado del Prado.
El tiempo de espera en la cola me hizo cambiar de planes. ¿Por qué no buscar representaciones del VERANO en el museo y reflexionar sobre esta estación en la sociedad española del Siglo XXI?.  El verano, como sucede con las otras tres estaciones del año, es un motivo frecuente en las colecciones del museo. En la mayoría de las obras, la diosa Ceres, con su corona de espigas y con la copa de la abundancia derramando los dones de la naturaleza sobre los humanos, constituye la iconografía clásica de esta estación. Tanto la Copa de las Cuatro Estaciones del Tesoro del Delfín como el cuadro El Verano de Salvador Maella responden a este planteamiento mitológico, aunque en este último la copa de la abundancia ha sido sustituida por un haz de espigas.
 

La Copa de las Cuatro Estaciones. Tesoro del Delfín
El Verano de Salvador Maella



















 
Ahora bien, frente a estas visiones alegóricas del verano, el cuadro de Goya, La Era o el Verano,  huye de una interpretación bucólica y deja claro que esa estación es tiempo de intenso trabajo para todos los miembros de la estructura familiar. El pintor realiza esta obra para un tapiz que debía decorar el comedor de los príncipes en el Pardo. Y, así, resulta interesante que eligiera una temática alejada del idealismo y planteara una imagen de la sociedad agraria de finales del siglo XVIII en la que, no existiendo mecanización alguna, hombres y bestias eran las únicas fuerzas de trabajo. En esta obra, el verano no está idealizado y se nos ofrece una imagen del mundo campesino en el desarrollo de una de las labores esenciales del verano: la trilla. 
 
 
La Era o el Verano. Francisco de Goya
 Se trata de una representación del estío con hacinas (conjunto de haces colocados de manera ordenada y muy apretados unos sobre otros), horcas, bieldos y todos esos instrumentos agrarios cuyos nombres son hoy palabras moribundas. Los niños participan activamente en el trabajo y los hombres, alegres en apariencia,  se nos muestran embrutecidos por el vino con el que combaten el agotador trabajo físico. Esta imagen sirve para explicar lo que ha sido el verano en España hasta muy avanzada la segunda mitad del  pasado siglo.

En la sociedad española, predominantemente agraria hasta muy avanzada la década de los sesenta del siglo XX, el verano no equivalía a ocio. La mayoría de la población desconocía ese término y solo una franja muy estrecha (reyes, aristócratas y una incipiente burguesía) disfrutaba de playas y balnearios durante los meses de verano. Todavía la piel blanca era moda; faltaban muchos años para que el bronceado, introducido por el icono de la moda parisina Coco Chanel, fuera tendencia entre nosotros. Baste como ejemplo, el fantástico retrato que Raimundo Madrazo hizo de la Condesa de Vilches, en el que la blancura de la piel constituye el rasgo distintivo de pertenencia a una clase superior.
 
La Condesa de Vilches. Raimundo de Madrazo
 
El crecimiento económico de los años sesenta, el desplazamiento de la agricultura, primero por la industria y luego por los servicios, y la equiparación normativa con las economías más avanzadas, derivaron en la universalidad de las vacaciones pagadas; uno de los pilares del Estado de Bienestar. Así, el veraneo de la élite fue dando paso a las vacaciones de la clase media (funcionarios, trabajadores de la industria y de los servicios), generalizadas durante la década de los ochenta hasta llegar al turismo masivo del siglo actual. Ya no sirve el moreno de la piel, adquirido en playas y piscinas, como signo externo del descanso; ahora, la parte esencial del ADN veraniego lo configuran los “viajes de ocio”, y el tiempo de vacaciones adquiere mayor trascendencia si esos viajes se realizan fuera del país de residencia.

 Por lo tanto, no sorprende que, según los últimos datos publicados por el Centro de Investigaciones Sociológicas en su barómetro de Junio de 2018, casi la mitad de los españoles (42%) dedica su tiempo de ocio a viajar, tanto por España (el 61%) como por el extranjero (36%). La mitad de los que viajan se organizan personalmente sus programas, pero hay casi un 40 por 100 que lo hacen de la mano de agencias, bien sea porque les ayudan a planificar el viaje o porque viajan con paquetes turísticos completos.
 

Cuadro 1.- Destino de los viajes de ocio para los españoles (en %)

1
Costa
52
2
Campo o montaña
14
3
Ciudad del interior
12
4
Viaje itinerante
16

  

Más de la mitad de los españoles que viajan lo hacen a la costa (Cuadro 1); dato coherente con el hecho de que el descanso y el alejamiento de la rutina sean las finalidades más importantes para los viajes de ocio (Cuadro 2).  Parece, por ello lógico afirmar que para algo más de la mitad de los españoles, las vacaciones son identificadas con playa, descanso y diversión. Por el contrario, sorprende la baja representatividad que adquieren factores como el conocimiento de otros lugares o acercarse a otras costumbres a la hora de plantearse un viaje de ocio, sobre todo cuando casi el 40 % afirma viajar al extranjero.

 

Cuadro 2.- Objetivos del viaje para los españoles (en %).

1
Descansar y relajarse
39
2
Romper con vida cotidiana
22
3
Conocer otros lugares
11
4
Disfrutar con la familia y/o amigos
9
5
Divertirse
5
6
Vivir nuevas experiencias
3
7
Acercarse a otras gentes y costumbres
3

 

Tomando la experiencia de esa tarde de julio en el principal museo español como un análisis de caso de los viajes de ocio, varias son las conclusiones que pueden extraerse. En primer lugar, el consumo cultural adquiere, en la actualidad, la característica de “obligatoriedad” en los viajes turísticos. En segundo término, el predominio de extranjeros entre los visitantes hace pensar que el consumo cultural importante se realiza en los viajes al exterior. Si el ejercicio pudiera realizarse el mismo día en espacios como El Louvre de París o la galería Uffizi de Florencia, por citar dos casos, la presencia de españoles sería mayor que en El Prado de Madrid. Y, por último, lo más interesante: cómo disfrutamos el arte.

Después de las penurias de la espera y traspasados los controles de seguridad, nosotros, los visitantes (sin importar la nacionalidad) seguimos una pauta común. Avanzamos rápidamente, armados con un plano y un teléfono móvil, para captar las piezas “imprescindibles”, y si está autorizado, fotografiarnos ante ellas.  De esta manera, la foto, enviada en directo a las redes sociales, se convierte en el verdadero notario del viaje. Lejos nos queda el disfrute espiritual y el aprendizaje ante las grandes obras;  nuestro esfuerzo  adquiere sentido cuando nuestro entorno es testigo inmediato de nuestra visita a los espacios culturales.

La diosa Ceres nos mira con asombro sin atreverse a preguntarnos sobre los instrumentos que portamos los visitantes y que ella no había previsto en su copa de la abundancia. Y, los campesinos de Goya nos observan con perplejidad porque no logran identificar la causa de la fatiga y la escasa atención que les prestamos cuando pasamos veloces ante ellos. El agotamiento me obligó a permanecer más de un minuto ante el cuadro y advertí sus cuchicheos; están tan convencidos de que nadie les presta atención que habían bajado la guardia. No pude evitarlo y les contesté: ¡Si conocierais los aeropuertos, os parecerían las eras del siglo XXI!