sábado, 28 de noviembre de 2020

De aquellos barros, estos lodos: regreso al museo del Prado.

 

 

Desde finales de febrero de 2020 nada es igual. Después de tres meses de confinamiento, las salidas se me hicieron algo complicadas. El contagio aumenta y aquella libertad con la que acudía al museo se ha visto reducida. Como el drogadicto que necesita su dosis, así estaba yo; ansiaba volver al museo buscando esa paz que tantas veces he encontrado en sus salas. El peso de la profundidad de la crisis sanitaria y, por ende, de las enormes repercusiones económicas y sociales me acompañaban en mi última visita. Y, casi de manera automática, frente a las grandes obras de Velázquez, recordé la tesis del historiador J.H. Elliot quien, en su libro “La España Imperial. 1469-1716”, defiende que los cuadros del maestro constituyen el mejor documento para comprender la España de ayer.

Al hilo de esos planteamientos, pensé que, acaso, las huellas del pasado configuran las pisadas del presente. En la España de hoy el drama de la pandemia está haciendo resurgir, como las setas tras la lluvia, al menos, tres graves problemas que ya se arrastraban del pasado, pero que quedaban ocultos tras el telón de la aparente bonanza económica. Un desempleo que aumenta cada día, cuando las medidas restrictivas exigidas por el contagio han desinflado la actividad turística y retraído los niveles de inversión. Asimismo, un crecimiento de la deuda pública, consecuencia de las mayores necesidades financieras de un estado que, debe afrontar un mayor gasto sanitario y dar soporte a los ciudadanos golpeados por esta crisis. Y, si los asuntos económicos son importantes, no lo son menos los problemas de corte político institucional, entre los que citaré la organización territorial y la corrupción de las élites políticas y económicas. En efecto, tanto los problemas económicos como los institucionales y políticos no son nuevos, se venían gestando desde tiempo atrás, pero la pandemia ha provocado su estallido.

Frente a Marte, ese dios de la guerra abatido y, casi me aventuro a sostener que vencido, recordaba las palabras del historiador J.F. Elliot: “Felipe II no logró amalgamar los distintos reinos para configurar así un imperio en la práctica, legando a su hijo un país atrasado y alejado de proyectos técnicos y científicos”. Pensaba en la España de hoy, sin imperio, pero con 17 comunidades autónomas que difícilmente articulan un estado moderno. Cada una, armada de sus competencias, adopta unas decisiones independientes que no son más que la expresión nítida de sus poderes territoriales. Y, frente a esta división, el gobierno central, sin un proyecto de país e incapaz de implantar una dirección única, se mueve por puro tacticismo político. En esas aguas, agitadas por una estrategia política cortoplacista, se dilapidan recursos públicos y credibilidad institucional.

El profesor Elliot afirma: “El aparato burocrático que se generó para gobernar el extenso imperio, en la época de los Austrias, trajo consigo prácticas corruptas y un clientelismo que alejaban cualquier intento modernizador de la sociedad española del siglo XVI”. Cinco siglos después, el modelo estatal de organización autonómica ha supuesto un crecimiento sustancial de funcionarios y prácticas administrativas. De hecho, la burocracia española es una de las mayores de Europa y sigue siendo un lastre considerable para la competitividad del país.

En términos comparativos, y utilizando el Índice Global de Competitividad, publicado por el Foro Económico Mundial, España ocupa el puesto número 23 entre las 141 naciones analizadas. Esa posición es sustancialmente peor que la que le correspondería en términos de potencial económico, pues según el Fondo Monetario Internacional, España es la décimo tercera potencia económica en el mundo.

Entre las causas que explican esa distancia se encuentran factores de corte político-institucional, directamente relacionados con la actuación gubernamental o la carga burocrática existente en la vida económica. La tabla adjunta refleja esa afirmación.

Posición de España según componentes del Índice Global de Competividad (IGC)

 

Puesto de España sobre 141 países.

Mejor país en el mundo.

Competitividad Global

23

Singapur

Cargas burocráticas

114

Singapur

Incidencia de la corrupción

39

Dinamarca

Política económica largo plazo

121

Singapur

 

El profesor Elliot afirma que en la España Imperial la riqueza era la base única del rango y el poder. Y, de manera magistral Quevedo en su obra “El Buscón” lo dejaba claro: “Quien no hurta en este mundo no vive”.  En aquella España, el robo y el engaño fueron los principales mecanismos de progreso. El trabajo gozaba de escasa consideración (recuérdense los hidalgos en la literatura picaresca) y se ensalzaba el ocio como objetivo supremo, lo que evidenciaba el predominio de los valores aristocráticos. Con tales componentes, el progreso social se veía dificultado.

Varios siglos después, y dejando claro que la aspiración del hombre es elevar su rango, no parece que el camino de la cultura y del conocimiento sea la vía más transitada en la España actual. La meritocracia no es rentable y las clases dirigentes actuales tienen un elemento común: su mediocridad. La partidocracia se ha impuesto en todas las esferas institucionales. Si en el pasado, la consecución de la hidalguía era un objetivo codiciado por cuanto traía aparejada reputación social y ventajas asociadas, hoy resulta mucho más rápido hacerlo por la cercanía al poder o por la fama que ofrecen los medios de entretenimiento. Resulta desalentador comprobar que, aún en plena crisis sanitaria, los investigadores no constituyan referentes sociales, mientras que el país se conmociona ante las aventuras o desventuras de futbolistas, cantantes o participantes en programas televisivos.

Al contemplar Los Borrachos, la brutalidad y la estupidez de las miradas de esos hombres me golpearon. Aquella sociedad jerarquizada en la que el pueblo estaba condenado a la ignorancia encontraba en la bebida una válvula de escape. La corona, la iglesia y la aristocracia concentraban todo el poder y mientras se divertían y despilfarraban los escasos recursos de esa España imperial, la amplia clase popular vivía continuas hambrunas. No en vano, el hambre ha estado presente en la vida española hasta bien entrada la segunda parte del siglo XX.

Junto a esa obra pensaba que la crisis actual golpeará con mucha fuerza en la sociedad española. Una economía que tiene al turismo como su pilar central se está viendo muy afectada por la pandemia. Ahora se pondrá de manifiesto con total crudeza la falta de ramas económicas con mayor contenido tecnológico. Y, ese aspecto es inseparable del papel de la educación. Puede argumentarse que, en la España de hoy, la educación es universal, pero asistimos atónitos al intenso empeoramiento del sistema educativo con el impacto que, a medio y largo plazo, tendrá para el progreso social. Los líderes políticos, incapaces de salir de sus cálculos electoralistas, son incapaces de articular un sistema educativo válido para hacer frente a las exigencias de calidad que exigen las nuevas condiciones competitivas del sistema. Y, consecuentemente, la educación no está cumpliendo su papel como mecanismo de movilidad social que debería tener en una sociedad desarrollada.


Sostenía la historiadora Margaret McMillan en su libro Juegos Peligrosos: “La historia es un estanque, a veces benigno, a menudo virulento, que yace debajo del presente, dando forma silenciosamente a nuestras instituciones, nuestra manera de pensar, nuestros gustos y aversiones”. Y, con esta carga pesimista, convencida de que los lodos de hoy no son ajenos a los barros de ayer, respiré en los jardines de la Villa Medici en Roma.