Desde finales de febrero de 2020 nada es igual. Después de
tres meses de confinamiento, las salidas se me hicieron algo complicadas. El
contagio aumenta y aquella libertad con la que acudía al museo se ha visto
reducida. Como el drogadicto que necesita su dosis, así estaba yo; ansiaba
volver al museo buscando esa paz que tantas veces he encontrado en sus salas. El
peso de la profundidad de la crisis sanitaria y, por ende, de las enormes
repercusiones económicas y sociales me acompañaban en mi última visita. Y, casi
de manera automática, frente a las grandes obras de Velázquez, recordé la tesis
del historiador J.H. Elliot quien, en su libro “La España Imperial. 1469-1716”,
defiende que los cuadros del maestro constituyen el mejor documento para
comprender la España de ayer.
Al hilo de esos planteamientos, pensé que, acaso, las huellas
del pasado configuran las pisadas del presente. En la España de hoy el drama de
la pandemia está haciendo resurgir, como las setas tras la lluvia, al menos,
tres graves problemas que ya se arrastraban del pasado, pero que
quedaban ocultos tras el telón de la aparente bonanza económica. Un desempleo
que aumenta cada día, cuando las medidas restrictivas exigidas por el contagio
han desinflado la actividad turística y retraído los niveles de inversión.
Asimismo, un crecimiento de la deuda pública, consecuencia de las mayores
necesidades financieras de un estado que, debe afrontar un mayor gasto
sanitario y dar soporte a los ciudadanos golpeados por esta crisis. Y, si los
asuntos económicos son importantes, no lo son menos los problemas de corte
político institucional, entre los que citaré la organización territorial y la
corrupción de las élites políticas y económicas. En efecto, tanto los problemas económicos como los institucionales y políticos no son nuevos, se
venían gestando desde tiempo atrás, pero la pandemia ha provocado su estallido.
Frente a Marte, ese dios de la guerra abatido y, casi me
aventuro a sostener que vencido, recordaba las palabras del historiador J.F.
Elliot: “Felipe II no logró amalgamar los distintos reinos para configurar así
un imperio en la práctica, legando a su hijo un país atrasado y alejado de
proyectos técnicos y científicos”. Pensaba en la España de hoy, sin imperio,
pero con 17 comunidades autónomas que difícilmente articulan un estado moderno.
Cada una, armada de sus competencias, adopta unas decisiones independientes que
no son más que la expresión nítida de sus poderes territoriales. Y, frente a
esta división, el gobierno central, sin un proyecto de país e incapaz de
implantar una dirección única, se mueve por puro tacticismo político. En esas
aguas, agitadas por una estrategia política cortoplacista, se dilapidan
recursos públicos y credibilidad institucional.
El profesor Elliot afirma: “El aparato
burocrático que se generó para gobernar el extenso imperio, en la época de los
Austrias, trajo consigo prácticas corruptas y un clientelismo que alejaban
cualquier intento modernizador de la sociedad española del siglo XVI”. Cinco
siglos después, el modelo estatal de organización autonómica ha supuesto un
crecimiento sustancial de funcionarios y prácticas administrativas. De hecho, la burocracia española es una de las mayores de Europa y sigue siendo un
lastre considerable para la competitividad del país.
En términos comparativos, y utilizando el Índice Global de
Competitividad, publicado por el Foro Económico Mundial, España ocupa el puesto
número 23 entre las 141 naciones analizadas. Esa posición es sustancialmente
peor que la que le correspondería en términos de potencial económico, pues
según el Fondo Monetario Internacional, España es la décimo tercera potencia
económica en el mundo.
Entre las causas que explican esa distancia se encuentran
factores de corte político-institucional, directamente relacionados con la
actuación gubernamental o la carga burocrática existente en la vida económica. La
tabla adjunta refleja esa afirmación.
Posición de España según componentes del Índice Global de
Competividad (IGC)
|
Puesto de España sobre 141 países.
|
Mejor país en el mundo.
|
Competitividad Global
|
23
|
Singapur
|
Cargas burocráticas
|
114
|
Singapur
|
Incidencia de la corrupción
|
39
|
Dinamarca
|
Política económica largo plazo
|
121
|
Singapur
|
El
profesor Elliot afirma que en la España Imperial la riqueza era la base única
del rango y el poder. Y, de manera magistral Quevedo en su obra “El Buscón” lo
dejaba claro: “Quien no hurta en este mundo no vive”. En aquella España, el robo y el engaño fueron
los principales mecanismos de progreso. El trabajo gozaba de escasa
consideración (recuérdense los hidalgos en la literatura picaresca) y se
ensalzaba el ocio como objetivo supremo, lo que evidenciaba el predominio de
los valores aristocráticos. Con tales componentes, el progreso social se veía
dificultado.
Varios siglos después, y dejando claro que la aspiración del
hombre es elevar su rango, no parece que el camino de la cultura y del
conocimiento sea la vía más transitada en la España actual. La meritocracia no
es rentable y las clases dirigentes actuales tienen un elemento común: su
mediocridad. La partidocracia se ha impuesto en todas las esferas
institucionales. Si en el pasado, la consecución de la hidalguía era un
objetivo codiciado por cuanto traía aparejada reputación social y ventajas
asociadas, hoy resulta mucho más rápido hacerlo por la cercanía al poder o por
la fama que ofrecen los medios de entretenimiento. Resulta desalentador
comprobar que, aún en plena crisis sanitaria, los investigadores no constituyan
referentes sociales, mientras que el país se conmociona ante las aventuras o
desventuras de futbolistas, cantantes o participantes en programas televisivos.
Al contemplar Los Borrachos, la brutalidad y la estupidez de
las miradas de esos hombres me golpearon. Aquella sociedad jerarquizada en la
que el pueblo estaba condenado a la ignorancia encontraba en la bebida una
válvula de escape. La corona, la iglesia y la aristocracia concentraban todo el
poder y mientras se divertían y despilfarraban los escasos recursos de esa
España imperial, la amplia clase popular vivía continuas hambrunas. No en vano,
el hambre ha estado presente en la vida española hasta bien entrada la segunda
parte del siglo XX.
Junto a esa obra pensaba que la crisis actual golpeará con
mucha fuerza en la sociedad española. Una economía que tiene al turismo como su
pilar central se está viendo muy afectada por la pandemia. Ahora se pondrá de
manifiesto con total crudeza la falta de ramas económicas con mayor contenido
tecnológico. Y, ese aspecto es inseparable del papel de la educación. Puede
argumentarse que, en la España de hoy, la educación es universal, pero
asistimos atónitos al intenso empeoramiento del sistema educativo con el
impacto que, a medio y largo plazo, tendrá para el progreso social. Los líderes
políticos, incapaces de salir de sus cálculos electoralistas, son incapaces de
articular un sistema educativo válido para hacer frente a las exigencias de
calidad que exigen las nuevas condiciones competitivas del sistema. Y,
consecuentemente, la educación no está cumpliendo su papel como mecanismo de
movilidad social que debería tener en una sociedad desarrollada.
Sostenía la historiadora Margaret McMillan en su libro Juegos
Peligrosos: “La historia es un estanque, a veces benigno, a menudo
virulento, que yace debajo del presente, dando forma silenciosamente a nuestras
instituciones, nuestra manera de pensar, nuestros gustos y aversiones”. Y, con esta carga pesimista, convencida de que los lodos de hoy no
son ajenos a los barros de ayer, respiré en los jardines de la Villa Medici en Roma.